La odisea en el autobús
Jorge Villegas Villarroel
Si me invitan a "pasear" en un transporte público, les aseguro que mi respuesta sería automática. Sería un frío, inescrupuloso y contundente NO. De esos que no dejan dudas. Sin embargo, hay situaciones que escapan de nuestras manos, esos hechos que nos impiden pensar en grandes alternativas y nos conducen a que hagamos cosas que, pensándolas en frío, no haríamos jamás.
La mañana de este martes comenzaba con el pie izquierdo para mí. Sí, literalmente. Me levanté de la cama y lo primero que hice fue colocar el "pie equivocado" en el suelo. Mal presagio. Además, mi humor ya era de pocos amigos por el simple de hecho de haber dormido sólo un trío de horas.
Cuando me levanté, a eso de las 5:30 de la mañana, cumplí con mi acostumbrada rutina (asearme, vestirme, etcétera). Estuve listo a eso de las 6:30 am. Mi padre, con su infaltable café recién colado, ya me esperaba listo para que partiéramos a cualquier lugar donde pudiésemos reparar el carro. Ambos son mis compañeros de mil batallas que están conmigo en las buenas y en las malas.
Entra una y otra plática, se hicieron las 7:15. A esa hora salimos a nuestro destino. Fuimos directo a un local que queda en la avenida Argimiro Gabaldón, ésa que todos conocemos como la "Alterna". Llegamos al lugar, tal como nos lo describieron: "es un negocio de colombianos, tiene paredes blancas y rejas rojas; queda justo al lado de la Virgen de Barrio Sucre, la misma que se parece a Pérez Fernández", nos dijo un conocido.
Allí nos manifestaron que, en efecto, reconstruían las piezas del croche. Eso era lo que necesitábamos. No obstante, debíamos buscar un sitio donde bajaran esas autopartes y luego llevárselas a ellos. Así fue. Recordé que un amigo de la familia tiene un taller en la avenida Jorge Rodríguez o, lo que es lo mismo, la Intercomunal. Queda exactamente frente a la famosa "Vuelta de la pantaleta". Por cierto, nunca entendí el porqué de ese apodo. O, al menos, nadie me ha echado el cuento.
Llegué al taller, el reloj marcaba las 9:03 de la mañana. Arnaldo, el personaje en cuestión, nos atendió como de costumbre: muy amable y servicial. Nos hizo pasar a su oficina, nos brindó un par de tazas de café y nos dijo que se encargaría de hacer todo el trabajo (bajar el croché y llevarlo al local de los ya mencionados neogranadinos, después volver a montarlo y dejar todo en orden).
Las cosas marchaban bien; muy bien diría yo. Pero aparece lo malo del cuento. "Jorge, tomando en cuenta todo lo que le haremos al vehículo, te lo entregaría en un par de días", me dijo en tono serio y firme. Creo que en mi rostro se desdibujó mi sonrisa. Fue una mezcla de tranquilidad por saber que el carro sería reparado, con desesperanza por no poder contar con mi amigo fiel por unas 48 horas, aproximadamente. Con resignación y evidente tristeza, le dije: "está bien".
Llega la peor parte de esta historia. Nos quedamos sin vehículo y teníamos que buscar la manera de regresarnos a nuestro hogar. Y digo que es la peor parte porque yo hubiese ido directo a parar un taxi, pero yo no estaba solo, estaba con mi padre y él es absolutamente renuente a utilizar este servicio. No me pregunten el porqué, lo desconozco. De hecho, no pasaron ni 10 segundos cuando mi progenitor comenzó a caminar hacia la parada de autobuses.
Miles de pensamientos pasaron por mi mente. Sé perfectamente que no soy el primero ni el último en montarme en un autobús. También sé que no es ningún pecado y podría sonar caprichoso, absurdo o vanidoso, pero detesto tener que hacerlo. Ya desde hace varios años no lo hacía, quizás desde mi época de estudiante universitario.
Eran las 9:46 am. Mi padre y yo estábamos en la parada de "la bomba", ésa que queda cerca del sector Isla de Cuba, al frente de la entrada de Tierra Adentro, ambas populosas zonas de Puerto La Cruz. Primero pasó una buseta que casi no tenía asientos (ni ocupados ni vacíos), aún no entiendo cómo las autoridades correspondientes permiten que este tipo de unidades trabajen prestando un servicio tan importante.
Minutos más tarde venía un autobús blanco, uno que quizá en los años 50 era último modelo. Pero que ahora parecía un armazón de acero ideal para ser incluido en alguna película de terror. Su colector gritaba a todo gañote "¡San Diego, Hospital Razetti, San Diego!" Allí nos montamos. Yo no tenía otra alternativa, pues, a pesar de tener 26 años, sigo obedeciendo a mi padre como cuando estaba en educación básica.
No me había terminado de sentar, cuando ya estaba guardando mi teléfono inteligente en una zona íntima. Creo que esta acción se ha convertido en un ritual tanto en mujeres como en hombres al abordar un transporte colectivo. Nos dirigimos directo a la sexta hilera de asientos. Eran 39 en total, incluyendo el del chofer. Supongo que nos quedamos ahí procurando estar lejos de cualquiera de las dos puertas.
Al momento el bus estaba bastante vacío. Claro, no podía faltar la presencia de unos cuatro hombres con el prototipo de atracador infalible. Tal vez suene discriminatorio, pero la realidad "habla" más que cualquier adjetivo calificativo que aquí pueda dar.
Ese panorama de inmediato invade de miedo a cualquiera. "¿Será que estoy a punto de engrosar la lista de víctimas de la delincuencia en este país?", me pregunté. Antes pensaba que eso era paranoia, pero no. No lo es. Paranoia es tener miedo a algo que no existe. Y basta ver los diarios o noticieros televisivos para darse cuenta de que la violencia sí existe. Y no sólo existe, sino que está en ascenso en nuestra adorada Patria.
El reloj seguía en su marcha, la cual se hacía cada vez más lenta para mí. Llegamos a la parada de Pozuelos y ahí el autobús se llenó. Casi todos (por no decir todos) los que abordaron la unidad eran alumnos de educación superior. De hecho, cuando nos detuvimos en la Universidad de Oriente se bajó un gran contingente de muchachos y muchachas. 21 para ser exactos.
De pronto, un hombre con apariencia anglosajona intentaba hablar por teléfono. El intento fue infructuoso, pues el alto volumen del vallenato que sonaba en el bus no le permitía contestar con éxito la llamada. Incluso, al cortar su celular le reclamó al chofer por su irrespeto. "¡Es tu deber bajarle al radio cuando alguien está hablando por teléfono!", gritó desde su asiento. La mujer que lo acompañaba, rubia y de unos 60 años, se puso nerviosa y quería bajarse de aquel transporte. La reacción del conductor no se hizo esperar: "Si me vas a ofender me dices. Aquí no se viene a hablar por teléfono. Para eso te bajas y hablas en un centro de conexiones", respondió enfadado.
Los ánimos se caldearon por momentos, pero todo quedó allí. Fue sólo un conato. Un foco de violencia, algo que ya es normal en nuestra sociedad. Un episodio que se ha convertido en el pan nuestro de cada día.
Eran las 10:08 de la mañana. Nos tocaba atravesar el lugar más temido por la mayoría de los pasajeros: el Barrio Universitario. Un barrio que de universitario sólo tiene el nombre, o la cercanía de éste con el alma máter anzoatiguense. En este trayecto es donde se comete la mayoría de las fechorías. Quizá la facilidad que tienen los malhechores para salir corriendo entre sus calles, o la falta de efectivos de seguridad por la zona, hacen que el índice delictivo crezca en el lugar.
Cuando se atraviesa por ahí se debe tener un Cristo en la mano, en la boca, o aunque sea en los pensamientos. Cuando terminas de pasar, sientes que volviste a nacer. Podría sonar exagerado, pero es la verdad. O por lo menos es mi caso. Ver que no ocurrió nada, ver que todo sigue igual, hace que pueda retomar el optimismo. Ojo, esto no quiere decir que estarás exento en cualquier otro lugar. Pero los porcentajes de que seas víctima de la delincuencia se reducen.
El vallenato seguía sonando en su máxima expresión. Podías pensar que estabas en un club un domingo por la tarde con un sancocho de gallina ardiendo en leña junto a ti. Pero no, en realidad estás en un autobús.
A las 10:23 por fin llegaba a mi destino. Estaba ileso; no lo podía creer. Sentí que el sol salió de nuevo y respiré libertad. Procedí a sacar mi teléfono de donde lo había guardado y comencé a contarle a mi madre por todo lo que habíamos pasado. No sin antes agradecer a Dios por no haber sido una víctima más de los antisociales que abundan en nuestra ciudad, y lamentando que si queremos usar el transporte público, muy probablemente tengamos que vivir una odisea en el autobús.
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